LITERATURA
URUGUAYA
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LA NARRATIVA DE
HORACIO QUIROGA
FERNANDO UREÑA
RIB
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Los sentimientos trágicos,
y los de absurdo, de locura y de muerte que
habitan las narraciones del gran escritor uruguayo
Horacio Quiroga, van más allá de la escritura misma y
alcanzan su propia vida, de la que él mismo se privara al
ingerir cianuro luego de un pronóstico médico que
revestía gravedad.
Si efectivamente existe un lado oscuro en el ser
humano, Horacio Quiroga lo sondea con terrible e
iluminada agudeza. A veces el relato se da en la
niñez, o en las fábulas, con todas las socarronas maldades de una
novatada pertinaz.
Incisiva y audaz, la escritura de Quiroga
se adelanta a su tiempo y retrata la grave
condición social, la lucha permanente y fútil del
hombre contra la fatalidad. Adversidad que uno ve
venir y que se precipita sobre los personajes de
manera súbita e inapelable.
Un lenguaje subyugante, una sensación de
desamparo y de que sólo es posible el alivio al
abrigo de la muerte, mantienen la tensión de sus
relatos en el vórtice mismo de la acción,
anticipándola y subvirtiéndola. Porque nada es jamás
como lo suponemos. La escritura de Quiroga prevalece
como una de las más agudas y atormentadas del
hemisferio occidental.
FERNANDO UREÑA RIB
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El paso del Yabebirí
UNA FÁBUA DE HORACIO QUIROGA
En el río Yabebirí, que está en
Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere
decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a
veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo
conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y
que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar
a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor.
Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces,
algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita.
Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos
los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes
como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que
no sirven para nada.
Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no
quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía
lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran
en el río para comer; pero no quería que mataran
inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que
tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el
hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno,
los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los
peces quedaron muy contentos. Tan contentos y
agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los
pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la
orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las
rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy
contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y
vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó
corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el
agua, gritando:
—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes,
herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la
orilla. Y le preguntaron al zorro:
—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
—¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con
un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a
cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre
bueno!
—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso!
Contestaron las rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ése no
va a pasar!
—¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de
que es el tigre!.
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el
monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó
las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa
rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el
pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre
caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla,
porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas
puso un pie en el agua, las rayas que estaban
amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó
con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo
picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma
arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del
todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les
hizo dar un brinco en el agua.
—¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como
una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y
que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del
Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la
sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído
como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia,
se echó al agua, para acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como
si lo hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en
las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que
defendían el paso del río, y le habían clavado con toda
su fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el
aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si
removieran el barro del fondo, comprendió que eran las
rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó
enfurecido:
—¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas!
¡Salgan del camino!
—¡No salimos! —respondieron las rayas.
—¡Salgan!
—¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho
para matarlo!
—¡Él me ha herido a mí!
—¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en
el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No se
pasa!
—¡Paso! —rugió por última vez el tigre.
—¡NI NUNCA! —respondieron las rayas.
(Ellas dijeron "ni nunca" porque así dicen los que
hablan guaraní como en Misiones.)
—¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para
tomar impulso y dar un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la
orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande
acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría
así comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al
medio del río, pasándose la voz:
—¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro!
¡A la canal! ¡A la canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río
adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba
su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de
alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna
picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en
la orilla, engañadas...
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de
aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en
seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las
patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era
tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo
como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado,
porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y
bajaba como si estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el
veneno de las rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no
estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la
tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no
podrían defender más el paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra,
que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de
costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por
el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y
tocando casi el agua con la boca, gritó:
—¡Rayas! ¡Quiero paso!
—¡No hay paso! —respondieron las rayas.
—¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso!
rugió la tigra.
—¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron
ellas.
—¡Por última vez, paso!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata
en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de
clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al rugido de
dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose:
—¡Parece que todavía tenemos cola! Pero la tigra había
tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se
alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin
decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el
plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste:
pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían
que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad
se apoderó entonces de las rayas.
—¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No
queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a
nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta
enturbiar el río.
—¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar
ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de
allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy
inteligente dijo de pronto:
—¡Ya está! ¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son
amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
—¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se
vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero
ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas
arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los
torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden
de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había
nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas habían corrido ya a la orilla, y en
cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron
contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El
animal, enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el
agua, hacia volar nubes de agua a manotones. Pero las
rayas continuaban precipitándose contra sus patas,
cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta,
nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con
las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí
tampoco sé podía ir a comer al hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es
peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse
y entraban en el monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas,
y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:
—¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros
tigres y van a venir todos. ¡Van a venir todos los
tigres y van a pasar!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no
tenían tanta experiencia.
—¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente
las más viejas—. Si son muchos acabarán por pasar...
Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido
tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido
mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En
un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y
cómo habían defendido el paso a los tigres que lo
querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con
la amistad de las rayas que le habían salvado la vida y
dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban
más cerca de él. Y dijo entonces:
—¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren
pasar, pasarán...
—¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es
nuestro amigo y no van a pasar!
—¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió,
hablando en voz baja—: El único modo sería mandar a
alguien a casa a buscar el winchester con muchas
balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera
de los peces... y ninguno de ustedes sabe andar por la
tierra.
—¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
—A ver, a ver... —dijo entonces el hombre, pasándose la
mano por la frente, como si recordara algo—. Yo tuve un
amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba
con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo
que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde
estará...
Las rayas dieron entonces un grito de alegría: —¡Ya
sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la
punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo
vamos a mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un
dorado muy grande voló río abajo a buscar al
carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de
sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y
con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en
una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta:
Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja
entera de veinticinco balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero
tembló con un sordo rugido; eran todos los tigres que se
acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la
carta con la cabeza afuera del agua para que no se
mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió
corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del
hombre.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún,
se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a
los dorados que estaban esperando órdenes, y les
gritaron:
—¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz
de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el
río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla!
¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y
río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad
que llevaban.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden
de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la
isla. De todas partes, de entre las piedras, de entre el
barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí
entero, las rayas acudían a defender el paso contra los
tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y
recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar
el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en
la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones
estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también
de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a
defender a todo trance el paso.
—¡Paso a los tigres!
—¡No hay paso! —respondieron las rayas.
—¡Paso, de nuevo!
—¡No se pasa!
—¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de
raya. si no dan paso!
—¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los
tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres,
ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron
por última vez:
—¡Paso pedimos!
—¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los
tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un
verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las
patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban
un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos
manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban
por el aire con el vientre abierto por las uñas de los
tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a
centenares... pero los tigres recibían también terribles
heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en la playa,
horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas,
deshechas por las patas de los tigres, no desistían;
acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban
por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de
nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. AI cabo de esa
media hora, todos los tigres estaban otra vez en la
playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno
solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio.
Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban
vivas dijeron:
—No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los
dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan en seguida
todas las rayas que haya en el Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e
iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los
torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
—¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las
rayas.
Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no
podrían salvar a su amigo.
—¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme
solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que
los tigres pasen!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—.
¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es
nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos
defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
—¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo
hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el
winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo
se lo aseguro a ustedes!
—¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas
entusiasmadas. Pero no pudieron concluir de hablar,
porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres,
que ya habían descansado se pusieron bruscamente en pie,
y agachándose como quien va saltar, rugieron:
—¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
—¡Ni NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la
orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua
y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora
de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre
hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban
deshechas por el aire y los tigres rugían de dolor; pero
nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban.
En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad
río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas
se habían concluido; todas estaban luchando frente a la
isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban
estaban todas heridas y sin fuerzas.
Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un
minuto más, y que los tigres pasarán; y las pobres
rayas, que preferían morir antes que entregar a su
amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres.
Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia
la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:
—¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían
echado a nado, y en un instante todos los tigres
estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus
cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre
animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda
fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la
isla llevando el winchester y las balas en la cabeza
para que no se mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le
quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le
pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para
colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en
esta posición cargó el winchester con la rapidez del
rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas,
aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que
habían perdido la batalla y que los tigres iban a
devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron
un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y
pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto,
con la frente agujereada de un tiro.
—¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento.
¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de
alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y
cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que
caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con
grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas,
los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró
solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo
del río, y allí las palometas los comieron. Algunos
boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron
hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua
de contento.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos,
volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se
curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían
salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí,
en las noches de verano le gustaba tender se en la playa
y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas,
hablando despacito, se lo mostraban a los peces, que no
le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a
ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.
HORACIO QUIROGA
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FICHA DEL MUSEO

HORACIO QUIROGA
Horacio Quiroga nace el 31 de diciembre de
1878 en Salto, Uruguay.
En 1897 hace sus primeras colaboraciones
en medios periodísticos. En 1900 viaja a
París.
En 1902 mata accidentalmente, con una
pistola, a su amigo Federico Ferrando.
Se muda a Buenos Aires, Argentina.
En 1903 trabaja como profesor de
castellano y acompaña, como fotógrafo, a
Leopoldo Lugones en una expedición a la
provincia de Misiones. En 1906 publica
su relato Los perseguidos, un adelanto
de lo que después se conocería como
literatura psicológica.
En 1909 se casa con Ana María Cirés y se
van a vivir a San Ignacio. En 1911 es
nombrado juez de Paz. En 1915 se suicida
su mujer. Regresa a Buenos Aires en
1916.
En 1917 publica Cuentos de amor de
locura y de muerte y en 1919, Cuentos de
la selva, libro escrito para sus hijos.
En 1927 se casa con María Bravo. En 1932
se traslada a Misiones. En 1936 su mujer
lo deja y vuelve a Buenos Aires.
El 19 de febrero de 1937, aparece muerto
por ingestión de cianuro poco después de
enterarse que sufre de cáncer gástrico.
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